Salgo del portal de casa y me
detengo. Hoy no quiero que sean mis pensamientos los que me dirijan al trabajo
sino contemplar, como por primera vez, mi barrio. Y así, parado, miro a mi
derecha. Ante mí se alzan árboles, verde y, al fondo, edificios. Lo que veo al
frente me indica que estoy en una calle relativamente comercial; en el bajo del
edificio marrón de seis plantas donde nunca, por cierto, se ve a nadie. Fremap
(antigua Mapre) me recuerda que el orden de las palabras no altera el
significado. Respiro hondo y comienzo a andar tranquilo hacia mi izquierda,
así, sin prisas.
Doy unos pasos y el piar de unos
canarios se confunde con el olor a ibérico y pata negra. Me distraigo con el grito
poderoso de un energúmeno: “¡Sinvergüenza!”. Por lo visto, otro conductor más
hábil le quitó el sitio. El injuriado conductor, al margen del mundo, recorre
toda la calle para pagar en la oficina de la hora. Toda esta parte de la
derecha de la calle está abarrotada de coches.
A la vez que rememoro el aroma a
jamón, me tropiezo con otro olor, esta vez menos agradecido e inconfundible: ahora
huele a sudor, qué asco, y es que, a pesar de ser lunes, miles y miles de
individuos entran y salen del gimnasio: entran sonrientes, silbando, y salen
agotados y pesarosos. Oigo sus conversaciones y me pregunto de qué planeta
viene esta gente:
-¿Qué tal te fue el Zumbafitness?
-Yo me apunté al Body compact.
-Pues yo al Body pumb.
Mientras medio me mareo pensando en
estas artes, me alivio pensando que
en la otra acera hay gente normal, que desayuna tranquila y compra pan recién
horneado en la tienda de al lado. Sigo andando y decido comprar una cajita de
aspirinas. Cualquiera de los dos hermanos me atiende con razonable eficacia.
Salgo de la farmacia y, de repente,
me encuentro en otro mundo: ¡es la invasión China!, me digo. En mi acera hay un
gran bazar, que me anuncia rebajas del 30% y enfrente está la Academia de Magia,
donde Zuan Xen imparte clases los viernes por la tarde. Al lado, se erige el Dragón
Rojo, un enigmático restaurante chino, en el que, durante los diez años que
llevo viviendo en esta zona, nunca he visto entrar nadie allí. Sigo andando y
qué me espera: pues sí, otro bar, que para algo somos españoles y necesitamos
relacionarnos y hacer networking:
bullicio, risas, algunas ojeras y olor a café recién servido. Ahora mi vista
cruza la calle y se encuentra con el azul de la tienda azul de ropita de niños.
Eso sí, azul esperanza, que, como esto siga así, será lo único que dejemos a
las nuevas generaciones.
Y ésta es mi calle, cargada de magia
y misterio oriental, con sabor a pan recién hecho, a jamón exquisito y a sudor
deportivo, con edificios marrones de los años ochenta, que, en sus bajos,
albergan salud, seguros y relaciones.
Este es mi barrio, y por muchos años.
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