jueves, 10 de julio de 2014

El primer día de mi vida


Suena el despertador, son las 7.30h de la madrugada. Me despierto como siempre, con sueño, con mucho sueño. Antes de abrir los ojos siento, una vez más, la delicada caída de las sábanas sobre mi cuerpo y un segundo después el peso firme de las mantas. Antes de abrir los ojos, me pregunto ¿dónde estoy Dios mío dónde estoy?: se hace un silencio. Y ahora sí, legañoso, entreabro los ojos y me siento en mi cama. Mi mano izquierda choca con el móvil-despertador que, encima de la mesita de noche y camuflado entre unas llaves, un ebook blanco y unos cascos de música, no para de cantar “la llaman Lola, y tiene historia aunque más que historia será un poema”. Mi misma mano encuentra una cadenita y… click, se hizo la luz.

Ahora sí veo que mi mesita es marrón con cuatro cajoncitos. Encima, en continuo equilibrio, mi lámpara de noche, de tallo marrón y cabeza apergaminada, huele a manuscrito del siglo VI. Y así, sentado, mientras reflexiono sobre el porqué de mi vida, atisbo la puerta cerrada de un armario que intuyo cargado de ropa, también marrón. Parpadeo dos veces ¿estoy en mi habitación? Reconozco a duras penas el mismo suelo de siempre, de parqué  flotante, lleno de cuadraditos que se entrecruzan, de marrón claro. Miro al techo y reconozco este cielo, color crema, en medio de las sombras. Y miro a mi derecha y veo allí tirada, retadora, al pie de la cama, la colcha morrón claro que me increpa a que la devuelva a su sitio. Le hago caso, hago la cama. Me vuelvo a sentar, agotado de tanto esfuerzo, y veo otra puerta, la del cuarto de baño. Mi mano izquierda repta por la pared y enciende un blanco interruptor y la luz inunda ya toda la habitación. La dejo allí, tranquila y me aseo.

Han pasado 20 minutos y la vida ya ha cambiado. Abro la puerta del cuarto de baño y todo huele a azahar de Sevilla y, enfrente, mi sofá oso, con la piel cubierta de cuadraditos verde claro, verde oscuro, verde claro, verde oscuro. Nos miramos con complicidad y lo abrazo: perfecto ensamblaje. Me acurruco con él y, cerrados los ojos, pienso en el nuevo día. Abro los ojos y veo a mi noreste una mesa que alguien ha puesto allí del siglo V antes de Cristo, de madera, con cuatro piernas. En la superficie hay un cristal y encima del cristal cualquier cosa: una lámpara moderna de oro que da una luz de sol y en la base una imagen de la Esperanza Macarena que me sonríe; y también, varios libros además de un portátil y más libros y revistas.  Delante de la mesa tengo una silla moderna, tapizada de azul, de las que vienen bien para la espalda. Mi vista se fija un poco más a la izquierda y descubre, perplejo, otro armario, con puertas de madera, donde, vuelvo a intuir, se guarda ropa de deporte.


A la derecha del armario un radiador blanco del pleistoceno  que me hace recordar que vivo en León. Enfrente de la mesa cuelgan unas cortinas blancas, blanquísimas, que abiertas, permiten divisar una pequeña jardinera, sin flores, pobre. A lo lejos veo un enorme edificio blanco que necesita una mano de pintura. Me levanto del sofá y me giro a la derecha para encontrarme, allí, majestuoso, a la joya de la corona: un altivo mueble de madera, de dos metros de alto, donde escondo, en la parte inferior, viejos apuntes de carrera y, entre cada baldosa, libros, revistas, películas, fotografías, dos latas de coca cola con mi nombre a parte de una bandeja blanca de los chinos llenos de cachivaches… Y encima del mueble reposa un mapamundi que me sugiere que hay más allá de estas paredes. Me levanto del sofá. El deber me llama. Salgo de la habitación y como si fuera la última vez, me vuelvo y me despido: enfrente a mi Macarena, a la derecha las cocacolas y mi oso y mi cama. A la izquierda tengo mi ropa de deporte y mi armario que intuyo anda cargado de ropa. Y les digo adiós, hasta la tarde.


Nacido para ser revoleado

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