Suena el despertador, son las 7.30h
de la madrugada. Me despierto como siempre, con sueño, con mucho sueño. Antes
de abrir los ojos siento, una vez más, la delicada caída de las sábanas sobre
mi cuerpo y un segundo después el peso firme de las mantas. Antes de abrir los
ojos, me pregunto ¿dónde estoy Dios mío dónde estoy?: se hace un silencio. Y
ahora sí, legañoso, entreabro los ojos y me siento en mi cama. Mi mano
izquierda choca con el móvil-despertador que, encima de la mesita de noche y
camuflado entre unas llaves, un ebook
blanco y unos cascos de música, no para de cantar “la llaman Lola, y tiene
historia aunque más que historia será un poema”. Mi misma mano encuentra una
cadenita y… click, se hizo la luz.
Ahora sí veo que mi mesita es marrón
con cuatro cajoncitos. Encima, en continuo equilibrio, mi lámpara de noche, de
tallo marrón y cabeza apergaminada, huele a manuscrito del siglo VI. Y así,
sentado, mientras reflexiono sobre el porqué de mi vida, atisbo la puerta
cerrada de un armario que intuyo cargado de ropa, también marrón. Parpadeo dos
veces ¿estoy en mi habitación? Reconozco a duras penas el mismo suelo de siempre,
de parqué flotante, lleno de cuadraditos
que se entrecruzan, de marrón claro. Miro al techo y reconozco este cielo,
color crema, en medio de las sombras. Y miro a mi derecha y veo allí tirada,
retadora, al pie de la cama, la colcha morrón claro que me increpa a que la
devuelva a su sitio. Le hago caso, hago la cama. Me vuelvo a sentar, agotado de
tanto esfuerzo, y veo otra puerta, la del cuarto de baño. Mi mano izquierda
repta por la pared y enciende un blanco interruptor y la luz inunda ya toda la
habitación. La dejo allí, tranquila y me aseo.
Han pasado 20 minutos y la vida ya ha
cambiado. Abro la puerta del cuarto de baño y todo huele a azahar de Sevilla y,
enfrente, mi sofá oso, con la piel cubierta de cuadraditos verde claro, verde
oscuro, verde claro, verde oscuro. Nos miramos con complicidad y lo abrazo:
perfecto ensamblaje. Me acurruco con él y, cerrados los ojos, pienso en el
nuevo día. Abro los ojos y veo a mi
noreste una mesa que alguien ha puesto allí del siglo V antes de Cristo, de
madera, con cuatro piernas. En la superficie hay un cristal y encima del
cristal cualquier cosa: una lámpara moderna de oro que da una luz de sol y en
la base una imagen de la
Esperanza Macarena que me sonríe; y también, varios libros
además de un portátil y más libros y revistas.
Delante de la mesa tengo una silla moderna, tapizada de azul, de las que
vienen bien para la espalda. Mi vista se fija un poco más a la izquierda y
descubre, perplejo, otro armario, con puertas de madera, donde, vuelvo a
intuir, se guarda ropa de deporte.
A la derecha del armario un radiador
blanco del pleistoceno que me hace
recordar que vivo en León. Enfrente de la mesa cuelgan unas cortinas blancas,
blanquísimas, que abiertas, permiten divisar una pequeña jardinera, sin flores,
pobre. A lo lejos veo un enorme edificio blanco que necesita una mano de
pintura. Me levanto del sofá y me giro a la derecha para encontrarme, allí,
majestuoso, a la joya de la corona: un altivo mueble de madera, de dos metros
de alto, donde escondo, en la parte inferior, viejos apuntes de carrera y,
entre cada baldosa, libros, revistas, películas, fotografías, dos latas de coca
cola con mi nombre a parte de una bandeja blanca de los chinos llenos de
cachivaches… Y encima del mueble reposa un mapamundi que me sugiere que hay más
allá de estas paredes. Me levanto del sofá. El deber me llama. Salgo de la
habitación y como si fuera la última vez, me vuelvo y me despido: enfrente a mi
Macarena, a la derecha las cocacolas y mi oso y mi cama. A la izquierda tengo
mi ropa de deporte y mi armario que intuyo anda cargado de ropa. Y les digo
adiós, hasta la tarde.
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