Llevaba una semana nervioso,
cualquier nimiedad le irritaba. Javier llegó un poco tarde -cinco minutos que
no van a ninguna parte- al partido de tenis y le echó una de esas miradas que
casi te matan. Ni un saludo de cortesía, nada, sólo un seco y destemplado:
“¿jugamos de una puta vez?”. Esa misma tarde, Raquel, su mujer, cogió su camisa
de vestir que él había dejado encima de una silla para darse una ducha rápida e
increíblemente, porque nunca antes le había pasado, se le olvidó mirar en el
bolsillo y, así sin más, la echó a lavar sin darse cuenta de que allí,
Francisco, había dejado su tarjeta de crédito. Bueno, bueno, la que se lió. Cualquiera
diría que cincuenta años de matrimonio estaban a punto de embarrancar por un
simple descuido que no pasó de ahí pues al rato se comprobó que la tarjeta
funcionaba perfectamente. Y es que Francisco andaba nervioso.
La consulta con la médico de enfermedades
infecciosas, Nati, que había conseguido ocultar a todos, había concluido. Fue
hace dos días el lunes, a las once y cinco de la mañana. Cómo olvidar la hora
precisa. El diagnóstico no albergaba dudas: “el “amigo” que te trajiste del
Zaire ha progresado mucho. Hoy por hoy la ciencia médica no puede hacer nada
más con el ébola. Calculo que te queda una semana de vida”. Como antes de jugar
al tenis que se entretenía visualizando golpes perfectos, en esta ocasión se
encontró imaginando su propio funeral, quiénes asistirían, cómo irían vestidos,
qué comentarían en los corrillos que se formarían.
Su mujer, claro, no sería capaz de aguantar el
tirón. Estaba seguro que se reuniría con él pronto, muy pronto, allí donde
fuera que él estuviera, una vez muerto. Lo había visto en dos amigos. Le daba
unos meses, cinco o seis a lo más. Cada uno de sus hijos reaccionaría de manera
desigual, tan diferentes eran. Así lo preveía y así, proféticamente, sucedió en
efecto. Fran, el primogénito, por ejemplo, en cuanto supo la noticia, se volcó
con él: ya no le daba esos cortes cuando hablaban que le dejaban tan
desconcertado y eran motivo de conversación nocturna con su mujer intentando
explicarse por qué le había dicho tal o cual cosa; en un par de ocasiones le
elogió su dedicación a sus “causas perdidas” -como Fran las llamaba- refiriéndose a su trabajo en la ONG “Progreso
del Zaire” cuyo lema era “hechos, no palabras”.
En cambio Susi no acabó de asumir
la noticia y, como en tantas otras ocasiones, decidió callar, callar todo el
día, callar cuando comía, callar cuando limpiaba la ropa y fregaba los suelos,
callar cuando iba de compras. Ya lo habíamos experimentado en otras ocasiones,
como cuando después de diez años intensos, sacó las oposiciones de Registros y
se tuvo que ir a vivir a Cintruénigo; o cuando le dijeron que esperaban
mellizos; o cuando su mejor amiga en plena crisis de los cuarenta y con muchas
telenovelas a cuestas se animó con su preparador de pilates y se fue a vivir
con él dejando atrás un matrimonio de quince años de historia y tres hijos
absolutamente estupefactos u ojipláticos, como diría Susana; o cuando, para
sorpresa de su propio editor, su libro de recetas de cocina se convirtió en un
auténtico best seller. Todo el día
callada. Sólo si le hacías una pregunta directa se dignaba contestar. Su mente
estaba bloqueada, en blanco. Turn off. Santi,
el mediano, se lo tomó con su propia filosofía: como si todos los días a tu
padre le quedara una semana de vida. Siguió tranquilo con sus cirugías
plásticas, con sus sesiones de jacuzzi
en Casa Galicia, consultando a Raquel en su consulta y con sus entretenidos
crucigramas y zudokus.
Y el día D se acercaba
vertiginosamente. Sólo le queda ya un día de vida. Quiere aprovecharlo al
máximo y planifica al detalle una comida andaluza a base de pescaíto frito y de
gazpacho con la gente que más quiere: su mujer, sus tres hijos, sus hermanos
Gervasio el odontólogo y Gertrudis la enfermera en estado de alzeimer galopante
y con Loli, claro, su amor secreto, su amor platónico, viuda, madre de diez
hijos, tres de ellos adoptados en la India. A la comida le sigue una animada
tertulia donde el alcohol comienza a hacer efecto y las lenguas a soltarse sin
tapujos. Se habla de todo y se habla de nada. Del sentido de la vida, por la
cercanía de la muerte de Francisco y porque Gervasio está leyendo una novela
autobiográfica de Víctor Frank, uno de los padres del psicoanálisis; y del
móvil de Susi que se ha quedado sin baterías; del patrimonio que deja a su
mujer y a sus hijos y de dónde tiene depositados su planes de pensiones (En
Renta 4, por supuesto), se pasa sin solución de continuidad al último
desencuentro del fideo Di María con el Madrid. De “¿Te acuerdas cuando?, ¿y de cuándo?, ¿y de cuándo?...”
A las dos y media de la madrugada
quedan en casa solos el matrimonio. El sabe que será la última conversación que
tenga con Raquel.
Pienso si es oportuno,
conveniente, necesario contarle, a estas alturas de mi vida, en este preciso
momento, eso, el secreto que llevo años escondido y ocultando y que me aprieta
el pecho cada ve que la veo. Pero nobleza obliga. Saboreo mi última copa de
rico pacharán para animarme, para darme valor. La miro. “Raquel cariño, tengo
algo que… “; en ese momento, en ese preciso momento, Raquel sufre, sin aviso previo,
muerte súbita. Me la quedo mirando sin poder asistirla, sin poder hacer nada.
Me la quedo mirando sin saber en ese preciso momento que el pronóstico fatal de
mi médico resultaría errado y que yo viviría, Dios mediante, treinta años más.
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